Cuando se habla de sano laicismo, cabría preguntarse —retóricamente— si se trata de proponer la doctrina católica acerca de las relaciones Iglesia-Estado bajo un aspecto que resulte agradable a los oídos de nuestros contemporáneos. En tal caso, apenas cabría otro reproche que el que reciben los oportunistas más o menos bien intencionados. Pero si se tratara —en este caso no hay retórica en la afirmación— de asumir las categorías propias del pensamiento moderno en lo que a este asunto se refiere, tendríamos ante los ojos una manifestación más de que la crisis que atraviesa la Iglesia Católica se sitúa en un terreno que afecta a la propia conservación de la verdad que le ha sido encomendado custodiar.
El filósofo Romano Amerio formuló una ley de la conservación histórica de la Iglesia en los siguientes términos: la Iglesia está fundada sobre el Verbo Encarnado, es decir, sobre una verdad divina revelada y recibe la gracia necesaria para acomodar su propia vida a dicha verdad. La Iglesia no peligra en caso de no acomodarse a la verdad sino cuando se pone en situación de perder la referencia a la verdad. La Iglesia peregrinante no es dinamitada por efecto de las debilidades humanas sino por aquéllos que llegan a cercenar el dogma y formular en proposiciones teóricas las depravaciones que se encuentran en la vida. O como algunos lo explican, de manera más sencilla aunque no menos profunda: hace más daño una idea equivocada que un fallo moral.
La contradicción inherente a la reivindicación del laicismo radica en que no se puede afirmar un criterio moral ante los resultados concretos que resultan de la aplicación de un sistema político (por ejemplo, determinadas leyes o, de manera más genérica, la degradación moral y la corrupción) mientras que ese mismo criterio se difumina a la hora de valorar los principios sobre los que descansa ese mismo sistema. Se aprueba el árbol y después se rechazan los frutos.
Los resultados de esta incongruencia son dos que enumeró en su día el entonces Obispo de Cuenca, don José Guerra Campos, sin que hasta ahora hayamos notado ninguna rectificación del rumbo adoptado.
1. Desde fuera de la Iglesia: sorpresa, escándalo, reacción airada, cuando alguien aduce la Doctrina católica en casos como las leyes del divorcio, del aborto, la permisividad corruptora de los jóvenes... Incluso algunos pseudo-teólogos se hacen eco de planteamientos como éste al decir: si hemos aceptado la democracia, ahora tenemos que asumir las consecuencias y no tenemos derecho a quejarnos de las decisiones tomadas en cada caso por la mayoría.
2. En el interior de la Iglesia asistimos al debilitamiento y la ambigüedad de la misma enseñanza destinada a orientar las conciencias que se limita a ofrecer sugerencias, más o menos dignas de consideración, olvidando así su obligación, por mandato divino de decir a todos lo que obliga moralmente (Cfr. Mt 28, 19-20).
Lo que decimos se comprueba en algo de tanta trascendencia como en lo relacionado con el voto de los católicos. Desde los años setenta se nos viene diciendo que hay que considerar los elementos negativos y los positivos y luego decidir en conciencia
Pero la mayoría de los ciudadanos no están capacitados para captar si esa expresión (en conciencia) se refiere a una norma superior y la interpretan en términos de mera autonomía subjetiva (Voto a quien quiero). Y como, al mismo tiempo, el discurso clerical sostiene que no hay nada sin defectos, pueden en la práctica apoyar con sus votos a fuerzas promotoras de cosas tan negativas como el aborto, la disolución familiar, la descristianización… como si los presuntos aspectos positivos compensaran dicha obra demoledora.
El hecho es que con los votos de los fieles católicos se han implantado los mismos males que luego se critican. Y voces autorizadas al tiempo que tímidamente condenan algunos de esos males, se apresuran a reiterar su aval al marco jurídico-político democrático del que son consecuencia.
Por el contrario, la enseñanza de la Iglesia sostuvo unánimemente durante siglos que la misión del poder y de las leyes no es sólo registrar lo que se hace sino estimular lo que debe hacerse. Si, por el contrario, los propios dirigentes se desinteresan y si a la desidia se une la complicidad ante la siembra de incitaciones disolventes, entonces no cabrá extrañarse de que se acelere el proceso de erosión moral, y de que crezcan al mismo tiempo la contradicción y la impotencia de los responsables.
Un laicismo sano tendría, por eso mismo, que dejar de ser laicismo; al igual que un liberalismo o un socialismo cristianos, tendrían que eliminar uno de los dos elementos del binomio para poder subsistir. Por eso no cabe en el pensamiento católico, plantear como respuesta al laicismo la presunta autonomía de las realidades temporales o la independencia Iglesia-Estado, ni siquiera la neutralidad (si es que puede existir). Menos aún cabe aceptar desde la óptica católica una situación a la que se llegara como fruto de la síntesis hegeliana a partir del diálogo fe-razón, sobre todo si, previamente, se ha renunciado a proponer la adhesión a la verdad proclamando como ideal que basta su búsqueda.
La única alternativa posible es una re-cristianización que pasa por el reconocimiento de lo que el pensamiento tradicional español llama ortodoxia pública, es decir, el establecimiento de un régimen político "que afirma un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes" (Rafael Gambra). Es el atractivo programa que se describe con estas palabras en la Sagrada Escritura: "Levantemos a nuestro pueblo de la ruina y luchemos por nuestro pueblo y por el Lugar Santo" (1Mac 3, 43).