3/12/09

Parábola de Don Quijote


A limpiar la tierra de aquellas asperezas y abrojos que le nacieron como fruto inevitable de la primera caída, salió por los confines del mundo el señor Don Quijote. Sobre la limpia imagen del Paraíso ha caído una sombra espesa, un sudario de culpable silencio que la oculta para siempre de la visión de todos los ojos. Y Don Quijote quiere espantar esas nubes, rasgar ese velo, y devolver al mundo angustiado la prístina alegría. Sobre su alma abierta pesa el dolor de muchos mortales. Siente el de la viuda solitaria, el del huérfano indigente, el de la doncella forzada. Siente que sobre su carne magra se retuerce estrangulante la cadena de muchas opresiones, de muchas injusticias. Y el gemido de los débiles le taladra sin descanso el oído y le estruja el corazón.

¡Oh, qué nostalgia, qué tremenda nostalgia la del Paraíso perdido! «Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos –se dice el caballero– a quien los antiguos pusieron por nombre de dorados y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío... Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia... No había la fraude, el engaño, ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza.»

¡Y, en cambio, en los días que corren...!

Pero Don Quijote no ha venido al mundo para mesarse el cabello en la desesperación, ni encogerse escéptico de hombros ante la desgracia. El señor hidalgo no es un pesimista. Pero, ¡cuidado!, que tampoco es un optimista. A tiempo dejó él los terminachos de marras para los emancipados de la eternidad, para los que en cuatro patas balan ante la diosa razón, o de un par de zancadas se meten en la mutualista sociedad protectora de animales. Tiene muy abiertos los ojos hacia el más allá; se siente libre colaborador de un inmenso plan de restauración universal preestablecido por la Suprema Inteligencia, para que le vengan con pesimismos que siegan de inmediato todo vuelo, ni tampoco con optimismos que intentan construir sobre el solo yo toda la posibilidad del triunfo. Caballero cristiano, al fin, sabe que por sobre estos resecos ademanes positivistas, está la vivificante virtud de la esperanza. Ella es la que le hace sobrellevar con igual serenidad, con igual temple y resolución, el momento feliz que el instante desgraciado. Tiene Don Quijote el ojo avispado del profeta que descifra el enigma, que posee el secreto interior, el nombre verdadero de todas las criaturas. Los molinos son gigantes; las ventas, castillos; las hacías, yelmos; las aldeanas, princesas; las prostitutas, doncellas; el piño de carneros, reluciente escuadrón de caballería. Porque las cosas del mundo –ya lo había dicho San Pablo– semejan visiones de un espejo, son apenas simples imágenes, y la revelación de la verdad, que la enigmática parábola de la historia oculta a los ojos mortales, pertenece al último día. Entonces se descorrerá el velo, se proyectará toda la luz; los fantasmas de hoy adquirirán contornos precisos e insospechados, y el paraíso perdido se hallará de nuevo y para siempre.

Mientras, recto y tajante como una espada de arcángel, camina el caballero por el umbroso paisaje. Es el vigilante anunciador de la senda olvidada. El portador de la Palabra única que clama en el desierto. A su lado, con alas de cuervo, revolotean, enfundados en máscaras de curas, bachilleres y barberos, los sabihondos y artistosos, los mercachifies y policastros. Y le graznan al oído, de trecho en trecho, consejos de prudencia, de transacción, de sensatez. Pero el andante señor sigue impertérrito, clavada la voluntad en su propósito de liberar a las criaturas oprimidas por el encantamiento, de revelar a cada una su nombre oscurecido. Sobre el corro de fantasmas de rostros falseados, podría él echar la alocución esperanzada de Ezequiel ante los huesos inermes de la llanura: «Yo voy a hacer entrar en vosotros el espíritu y viviréis y pondré sobre vosotros nervios y os cubriré de carne.»

Sí, es una nueva humanidad la que quiere definir Don Quijote. Una Humanidad rectificada, vuelta a su primitivo cauce, aliviada ya de la sombra de la caída que manchó por entero la verdad de su faz. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. ¿Pero dónde está hoy esa analogía? ¿Y cómo recobrarla?

Por el seso del caballero galoparon las soluciones. El hombre puede redimirse por las letras, le habló una voz dentro de sí. El hombre sólo puede salvarse por las armas, le gritó muy alto otra palabra interior. Las letras, las armas. ¿Cuál camino escoger para rehabilitar al hombre? Pero un día él lo vio todo claro. Un día comprendió que el fin de las letras es «poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo y entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto, y digno de grande alabanza –se dijo para sí el pensante hidalgo-; pero no de tanta –agregó, bien luego– como merece aquél que a las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida».

iBien venida la justicia que nos traen las letras! Sí, bien venida, porque es un atributo de Dios. Pero, ¿su único, su principal atributo...? La justicia sola, como don exclusivo, abruma implacable las espaldas del hombre caído. La justicia es el brazo de la ley, y la ley engendra el pecado... La justicia es hija de la letra, y la letra mata...

En cambio, el ejercicio de las armas nos traen la paz. Porque las grandes batallas no se dan para otro objeto que para restablecer el orden, para colocar las cosas en su verdadera escala jerárquica. Y las cosas se congregan en un todo armónico y coherente, cuando entre ellas existe atracción, simpatía. Por eso sólo el amor puede traer el dulce sosiego, la quietud perfecta. Cuando Pablo de Tarso mandaba a los efesios a los grandes combates del mundo, les hacía calarse «el yelmo de la salud», revestirse de «la coraza de la justicia», embrazar el «escudo de la fe» y coger resueltos «la espada del espíritu, que es la palabra de Dios». ¿Y qué otra palabra puede ser ésta que Amor, después de la definición que de El nos ha dado San Juan?

Con esta espada del mayor discernimiento con esta Palabra de vida, es posible redimir al hombre. Sí, sólo la tizona del espíritu puede abrirse camino por la maraña de follones y malandrines que han enmalezado el jardín del universo. Sólo el Amor es capaz de evocar la visión del Paraíso perdido. Porque sólo al través del Amor el hombre vuelve a recobrar su analogía con Dios.

Erguido como una columna va por la anchurosa meseta el caballero del testimonio y de la soledad. Curas, bachilleres y barberos le musitan al pasar cuerdos recados. Pero él, revestido con las armas de la luz, sigue adelante en su suprema locura, en su indomable esperanza, puestos los ojos allá lejos en esos cielos nuevos y tierra nueva donde morará la justicia, salvada del peso angustioso de la letra y bajo el signo inescrutable y definitivo del Amor.

Santiago de Chile, noviembre de 1947.
Jaime Eyzaguirre