Audiencia General
S.S. Benedicto XVI
Diciembre 16, 2009
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy vamos a conocer la figura de Juan de Salisbury, que pertenecía a una de las escuelas filosóficas y teológicas más importantes del medioevo, la de la catedral de Chartres, en Francia. También él, como los teólogos de los que he hablado en las pasadas semanas, nos ayuda a comprender cómo la fe, en armonía con las justas aspiraciones de la razón, empuja al pensamiento hacia la verdad revelada, en la que se encuentra el verdadero bien del hombre.
Juan nació en Inglaterra, en Salisbury, entre el año 1100 y el 1120. Leyendo sus obras, y sobre todo su rico epistolario, podemos conocer los hechos más importantes de su vida. Durante doce años, entre 1136 y 1148, se dedicó a los estudios, frecuentando las escuelas más cualificadas de la época, en las que escuchó las lecciones de maestros famosos. Se dirigió a París y después a Chartres, ambiente que marcó mayormente su formación y del que asimiló su gran apertura cultural, el interés por los problemas especulativos y el aprecio por la literatura. Como sucedía a menudo en aquel tiempo, los estudiantes más brillantes eran requeridos por prelados y soberanos, para ser sus estrechos colaboradores. Esto le sucedió también a Juan de Salisbury, que fue presentado por un gran amigo suyo, Bernardo de Claraval, a Teobaldo, arzobispo de Canterbury - sede primada de Inglaterra –, el cual lo acogió de buen grado en su clero. Durante once años, entre 1150 y 1161, Juan fue secretario y capellán del anciano arzobispo. Con celo infatigable, mientras seguía dedicándose al estudio, llevó a cabo una intensa actividad diplomática, trasladándose en diez ocasiones a Italia, con el objetivo específico de cuidar las relaciones del Reino y de la Iglesia de Inglaterra con el Romano Pontífice. Entre otras cosas, en esos años el Papa era Adriano IV, un inglés que tuvo con Juan de Salisbury una estrecha amistad. En los años consecutivos a la muerte de Adriano IV, sucedida en 1159, en Inglaterra se creó una situación de grave tensión entre la Iglesia y el Reino. El rey Enrique II, de hecho, pretendía afirmar su autoridad sobre la vida interna de la Iglesia, limitando su libertad. Esta toma de postura suscitó las reacciones de Juan de Salisbury, y sobre todo la valiente resistencia del sucesor de Teobaldo en la cátedra episcopal de Canterbury, santo Tomás Becket, que por este motivo fue al exilio, en Francia. Juan de Salisbury lo acompañço y permaneció a su servicio, trabajando siempre por la reconciliación. En 1170, cuando tanto Juan como Tomás Becket habían vuelto ya a Inglaterra, este último fue asaltado y asesinado dentro de su catedral. Murió como mártir y como tal fue en seguida venerado por el pueblo. Juan siguió sirviendo fielmente también al sucesor de Tomás, hasta que fue elegido obispo de Chartres, donde permaneció desde 1176 hasta 1180, año de su muerte.
De las obras de Juan de Salisbury quisiera señalar dos, que son consideradas sus obras maestras, y que están designadas elegantemente con los títulos griegos de Metaloghicón (En defensa de la lógica) y el Polycráticus (El hombre de Gobierno). En la primera obra él – no sin esa fina ironía que caracteriza a muchos hombres cultos – rechaza la postura de aquellos que tenían una concepción reduccionista de la cultura, considerada como vacía elocuencia, palabras inútiles. Juan en cambio elogia la cultura, la auténtica filosofía, es decir, el encuentro entre pensamiento fuerte y comunicación, palabra eficaz. Él escribe: “Como de hecho no sólo es temeraria, sino también ciega la elocuencia no iluminada por la razón, así la sabiduría que no se emplea en el uso de la palabra no sólo es débil, sino en cierto sentido se trunca: de hecho, aunque quizás una sabiduría sin palabra pueda aprovechar de cara a la propia conciencia, raramente y poco aprovecha a la sociedad” (Metaloghicón 1,1, PL 199,327). Una enseñanza muy actual. Hoy, la que Juan definía “elocuencia”, es decir, la posibilidad de comunicar con instrumentos cada vez más elaborados y difundidos, se ha multiplicado enormemente. Con todo, tanto más sigue siendo urgente la necesidad de comunicar mensajes dotados de “sabiduría”, es decir, inspirados en la verdad, en la bondad, en la belleza. Esta es una gran responsabilidad, que interpela en particular a las personas que trabajan en el ámbito multiforme y complejo de la cultura, de la comunicación, de los media. Y este es un ámbito en el que se puede anunciar el Evangelio con vigor misionero.
En el Metaloghicón Juan afronta los problemas de la lógica, en sus tiempos objeto de gran interés, y se plantea una pregunta fundamental: ¿qué puede conocer la razón humana? ¿Hasta qué punto puede corresponder a esa aspiración que hay en cada hombre, es decir, la búsqueda de la verdad? Juan de Salisbury adopta una postura moderada, basada en la enseñanza de algunos tratados de Aristóteles y de Cicerón. Según él, ordinariamente la razón humana alcanza conocimientos que no son indiscutibles, sino probables y opinables. El conocimiento humano – esta es su conclusión – es imperfecto, porque está sujeto a la finitud, al límite del hombre. Sin embargo, éste crece y se perfecciona gracias a la experiencia y a la elaboración de razonamientos correctos y concretos, capaces de establecer relaciones entre los conceptos y la realidad, gracias a la discusión, a la confrontación y al saber que se enriquece de generación en generación. Sólo en Dios hay una ciencia perfecta, que se comunica al hombre, al menos parcialmente, por medio de la Revelación acogida en la fe, por lo que la ciencia de la fe, despliega las potencialidades de la razón y hace avanzar con humildad en el conocimiento de los misterios de Dios.
El creyente y el teólogo, que profundizan en el tesoro de la fe, se abren también a un saber práctico, que guía las acciones cotidianas, es decir, a las leyes morales y al ejercicio de las virtudes. Escribe Juan de Salisbury: “La clemencia de Dios nos ha concedido su ley, que establece qué cosas nos son útiles conocer, y que indica cuánto nos es lícito saber de Dios y cuánto es justo indagar... en esta ley, de hecho, se explicita y se hace manifiesta la voluntad de Dios, para que cada uno de nosotros sepa lo que es para él necesario hacer" (Metaloghicón 4,41, PL 199,944-945). Existe, según Juan de Salisbury, también una verdad objetiva e inmutable, cuyo origen es Dios, accesible a la razón humana y que tiene que ver con la actuación práctica y social. Se trata de un derecho natural, en el que las leyes humanas y las autoridades políticas y religiosas deben inspirarse, para que puedan promover el bien común. Esta ley natural se caracteriza por una propiedad que Juan llama “equidad”, es decir, la atribución a cada persona de sus derechos. De ella descienden preceptos que son legítimos para todos los pueblos, y que no pueden en ningún caso ser abrogados. Esta es la tesis central del Polycráticus, el trataso de filosofía y de teología política, en el que Juan de Salisbury reflexiona sobre las condiciones que hacen posible la acción de los gobernantes justa y consentida.
Mientras otros argumentos afrontados en esta obra están ligados a las circunstancias históricas en las que fue compuesta, el tema de la relación entre ley natural y ordenamiento jurídico-positivo, mediado por la equidad, es aún hoy de gran importancia. En nuestro tiempo, de hecho, sobre todo en algunos países, asistimos a un desapego preocupante entre la razón, que tiene la tarea de descubrir los valores éticos ligados a la dignidad de la persona humana, y la libertad, que tiene la responsabilidad de acogerlos y promoverlos. Quizás Juan de Salisbury nos recordaría hoy que son conformes a la equidad sólo esas leyes que tutelan la sacralidad de la vida vida humana y rechazan la licitación del aborto, de la eutanasia y de las experimentaciones genéticas sin límites, esas leyes que respetan la dignidad del matrimonio entre un hombre y una mujer, que se inspiran en una correcta laicidad del Estado – laicidad que comporta siempre la salvaguarda de la libertad religiosa – y que persiguen la subsidiariedad y la solidaridad a nivel nacional e internacional. De lo contrario, acabaría por instaurarse la que Juan de Salisbury define como “la tiranía del príncipe" o, diríamos nosotros, “la dictadura del relativismo": un relativismo que, como recordaba hace unos años, “no reconoce nada como definitivo y deja como última medida sólo al propio yo y sus antojos" (Missa pro eligendo Romano Pontifice, Homilía, "L’Osservatore Romano", 19 abril 2005).
En mi Encíclica más reciente, Caritas in veritate, dirigiéndome a los hombres de buena voluntad, que se empeñan para que la acción social y política nunca sea desenganchada de la verdad objetiva sobre el hombre y sobre su dignidad, escribí: “La verdad y el amor que ésta comporta no se pueden producirm sólo se pueden acoger. Su fuente última no es, no puede ser, el hombre, sino Dios, o sea, Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni una ni otro pueden ser sólo productos humanos; la misma vocación al desarrollo de las personas y de los pueblos no se funda en una sencilla deliberación humana, sino que está inscrita en un plan que nos precede, y que constituye para todos nosotros un deber que debe ser libremente acogido” (n. 52). Este plan que nos precede, esta verdad del ser debemos buscarla y acogerla, para que nazca la justicia, pero podemos encontrarlo y acogerlo sólo con un corazón, una voluntad, una razón purificados en la luz de Dios.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy quiero presentar la figura de Juan de Salisbury, nacido en Inglaterra a principios del siglo doce. Recibió su formación en las escuelas más importantes de la época, París y Chartres. Completados sus estudios, fue consejero de los distintos Prelados de la Sede de Canterbury, poniendo a su disposición sus amplios conocimientos y sus dotes diplomáticas. Ya anciano, fue elegido Obispo de Chartres, donde ejerció su ministerio hasta su muerte.
De entre las obras de Juan de Salisbury destacan dos por su vigente actualidad. La primera, titulada Metaloghicon, se centra en la defensa de la cultura como la conjunción entre la elocuencia y la sabiduría. Hoy, en efecto, los numerosos instrumentos y medios de comunicación necesitan de mensajes dotados de sabiduría e inspirados en la verdad. En la segunda obra, dedicada al hombre de gobierno, y titulada Polycráticus, sobresale el tema de la relación entre ley natural y el ordenamiento jurídico. Poner en el centro de toda acción social la verdad objetiva del hombre continúa siendo una necesidad ineludible.
Saludo a los fieles de lengua española provenientes de España y diversos países de Latinoamérica, en particular a los sacerdotes recientemente ordenados de la Congregación de Legionarios de Cristo, a sus familiares y amigos, así como a los miembros del "Regnum Christi". A los nuevos presbíteros, deseo recordarles que, con ocasión del Año Sacerdotal, aprendan de san Juan María Vianney el amor a Cristo y su generoso servicio a la Iglesia. Que vuestra donación sea siempre total, plena y gozosa, sin olvidar nunca la predilección del Señor por vuestras vidas. Saludo también a los miembros de la Delegación del Estado de México, a quienes agradezco cordialmente su visita y la iniciativa emprendida de regalar el Pesebre y el Árbol, que estarán presentes en esta Aula durante estas Fiestas de Navidad y Año Nuevo. Muchas gracias.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
© Libreria Editrice Vaticana]